30 nov 2020

Un momento de abril

 
  Una naranja rueda por la ligera pendiente de su caja, pasa sobre las manzanas recién colocadas y va a dar contra el suelo. Encarna detiene su camino con el pie mientras sigue colocando el muestrario al frente del puesto. Los pasillos permanecen silenciosos, aún es temprano, apenas las diez.


  Últimamente el silencio es una constante en el ambiente. Los clientes hacen fila distantes, sin hablar hasta el momento de pedir, excepto tímidos “¿El último?” o “¿Quién da la vez?”, para evitar lanzar al aire respiraciones sospechosas. Los vecinos más mayores vienen sólo una o dos veces por semana y marchan arrastrando o empujando su carro lleno, en vez de pasar de paseo a diario a coger los alimentos para ese mismo día. No hay algarabía, sino nervios, aprensión, incluso miedo.


  El ruido seco de sendas hachas resuena desde ambos laterales de la galería. Carlos amputa la cabeza de una pescadilla que hará rodajas para la señora María, que siempre madruga para bajar a la calle, pese a su avanzada edad y al cuarto piso sin ascensor en el que mora. En el otro extremo, Juan prepara también pedido para ella: parte en tres partes cuatro alas de pollo, luego fileteará una pechuga. María es de las pocas que aún pasa a comprar día sí, día no, aunque por su edad le repiten que no debe pasearse innecesariamente. No tiene hijos, ni sobrinos, y no quiere hacer los pedidos por teléfono y que se los lleven por la tarde, como han hecho durante todo el mes con otros habituales.


  Del supermercado llegan las quejas de la cajera hacia un hombre que sólo ha cogido un frasco de acelgas. Le insiste en que debe acudir a hacer compras más grandes y no poner en riesgo ni a él mismo ni al personal del local. Un metro por detrás, un chico respira nervioso tras una mascarilla confeccionada con una pieza de algodón sacada de una camiseta, doblada en cuatro capas, y dos gomas elásticas. Es el primer día que la utiliza, se ha animado después de cruzarse cada vez más con ellas sobre otros rostros. En su carro lleva una caja de leche, botellas, arroz, legumbres, galletas, yogures, pan (mucho pan, para congelar e ir sacando)… Ahora recorrerá los puestos y cargará pollo, carne, verdura, fruta, y luego al estanco. Es lunes, no volverá a salir hasta el jueves para repetir la misma compra en el supermercado e ir creando despensa. A su padres no quiere dejarlos salir a la calle. Menos mal que tienen terraza para estirar las piernas…


  Encarna le dice a Luis, su marido, que va a pedirle cambio a Carlos, pero en realidad quiere saber cómo se adapta su suegra tras traerla desde su casa de la sierra donde vivía sola, cómo lleva la niña las clases por ordenador, y cómo su mujer tener tanta compañía en el piso de repente. Mientras conversan, Juan llega a la carrera.


-¿Os habéis enterado ya por qué no abrió el sábado ni ha abierto hoy Gabriel?


  Sorprendidos, los tres miran hacia mi puesto, con el cierre metálico bajado, con un jamón y un queso grafiteados, y les devuelvo la mirada y una sonrisa que no pueden ver, porque tras un fin de semana  que comenzó con una ligera fiebre al cerrar el viernes y terminó esta madrugada viendo la angustia y la impotencia en la cara de las enfermeras, ahora no soy más que el fantasma del mercado, aunque el peor fantasma que acecha en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en todas partes, se llama incertidumbre.

26 nov 2020

Un secreto en el lago


De nuevo, la princesa se entretenía lanzando piedras para que rebotaran en la superficie del estanque, formando ondas. De nuevo, el sapo emergió del agua y se acercó a escuchar sus tribulaciones. La joven seguía contrariada por la oposición de sus padres a que se casara con cualquiera que no tuviera riquezas suficientes para mantenerla (aunque a ella eso, por el momento, no le importara).

 El sapo, que ya había escuchado la queja docena y media de veces, al fin se decidió. Se sumergió hacia el oscuro fondo de su reino acuático y regresó arrastrando un voluminoso cofre, mucho más grande que él. Lo puso ante la muchacha, quien, al abrirlo, vio con sorpresa como varias monedas de oro caían rodando, rebasando la madera. Con su lengua, el sapo tomó un ostentoso anillo, una joya con esmeraldas incrustadas, y lo acercó al noble dedo. "¡Qué gran regalo! ¡Ahora el bibliotecario podrá casarse conmigo!"

  Ignorante de la existencia del erudito pretendiente, el anfibio no había calculado el alcance de su gesto. ¿Cómo iba a suponer ella que el viscoso animal le estaba declarando su amor, y que un beso de agradecimiento le hubiera devuelto su cuerpo de príncipe humano?

3 nov 2020

Una fecha inolvidable, o el chico que se ahorcó con un fideo chino

Tercer Premio de Relato Corto Categoría B
en el XXIV Concurso Mari Puri Exprés (2012)

La luz entró haciendo hilos a través de la persiana, provocando una suerte de varicela amarilla sobre el cabecero y la almohada de Rubén, que escondía su cabeza bajo ella desde la noche anterior. El despertador estaba compinchado con el sol, y en ese momento comenzó su hiriente y penetrante zumbido. Hiriente hoy, con lo dulce que sonaba ayer. Hiriente, pues ninguna razón lo obligaba a sonar, ninguna actividad esperaba a Rubén fuera de las sábanas. Aún así, estiró el brazo para apagarlo, sacó la cabeza de debajo de la almohada, se puso boca arriba y se restregó los ojos aún enrojecidos mientras bostezaba su boca pastosa.

Miró a su alrededor. La habitación parecía el escenario de un pequeño terremoto. La silla volcada, la televisión rota, la lámpara hecha añicos en el suelo, un agujero en el techo donde antes estuvo la lámpara, y la puerta del armario sacada de su cerco. Rubén suspiró. Decidió desayunar para despejarse y reponer fuerzas para salir a la calle, acercarse a la biblioteca y coger un libro, sumergirse en una vida de ficción para olvidar que la suya acababa de cambiar.

En el ascensor, viéndose en el espejo, pensó en Daniela, ahogándose. ¿Qué estaría haciendo ahora? Al llegar a la calle, se fijó en la boca del metro, y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Cuándo volvería a coger el suburbano para ir a trabajar? Y al pasar por el quiosco, compró la prensa. ¿Cuántos periódicos llegaría a leer? Finalmente, se sentó en un banco frente a la biblioteca y decidió que era mejor sumergirse en su propia vida, y repasar los acontecimientos del día anterior para poder concretar cuál era su nuevo punto de partida.

 

El día anterior comenzó como un día cualquiera, un miércoles cualquiera. Lo único que lo hacía universalmente particular era que era 29 de febrero, una fecha inolvidable, imprescindible. Para Rubén, además, era el día que tenía las tres citas que iban a cambiar su vida, aunque él sólo contaba con que dos de ellas lo hicieran, pero no de aquella forma. Apagó el despertador con agrado, como si hubiese amanecido al son de un flautista, subió la persiana, se desperezó, se dio una ducha con el gel revitalizante, rojo, y desayunó vorazmente, saliendo a la calle aún con ganas de comer más, con ganas de comerse el mundo.

La primera cita era con el gerente del local donde trabajaba. Llevaba seis meses allí, y se había hecho valer. Era un local de comida rápida como cualquier otro, con muchos jóvenes eventuales sacando algo de dinero para pagarse un viaje en verano o parte de la matrícula de la universidad. Había tenido compañeros que duraban un mes, dos, tres máximo. Luego se iban y entraba nuevo personal. Rubén ya tenía treinta años, una carrera con poca proyección tras perder ciertos trenes en la facultad, y varios trabajos de este tipo a sus espaldas, que fue dejando porque creía que llegaría algo mejor, algo de lo suyo. Pero no llegaba nada y había que pagar alquiler y facturas, y en esta empresa estaba a gusto, le gustaba la forma de hacer las cosas y sabía que él gustaba a la dirección; por eso había seguido allí, el trabajo que más le había durado, y sabía que el local necesitaba un nuevo encargado de turno, pues la actual cogía la baja por maternidad al día siguiente.

Había librado lunes y martes, y la tarde anterior su gerente le había llamado para decirle que tenía que hablar con él urgentemente, que se acercara por la mañana media hora antes que de costumbre. Eran las nueve de la mañana cuando entró en el despacho. Su jefe le miró muy serio y le invitó a sentarse.

−Verás, esto no es fácil. A nosotros nos avisaron el lunes, pero hasta ayer por la tarde no logré localizarte.−Aquello no empezaba como Rubén había previsto.−Van a cerrar una de las tiendas de la franquicia en el centro, para reformarla a fondo. En realidad tienen que reformar todo el edificio y van a estar cerrados seis meses, así que tienen que distribuir al personal. Todos son indefinidos con varios años en la empresa,−cada vez Rubén se sentía peor−y la empresa no tiene más remedio que finalizar el contrato de todos los que lleváis menos de seis meses, que como sabes es nuestro periodo de prueba.

−¿Me estás diciendo que estoy despedido? ¿Por qué no me lo dijiste el domingo? ¿O alguno de los encargados? ¿Hoy tengo que trabajar?

−Tranquilo, Rubén. Ya te he dicho que a nosotros nos lo dijeron el lunes. A partir de mañana, uno de los encargados de esa tienda y otras dos personas vendrán a este local, y los dos empleados en formación os quedáis fuera. No es un despido, sino que figurará como que no habéis pasado el periodo de prueba. No tendréis derecho a paro, pero sí seis meses cotizados y opción de solicitar alguna prestación mínima eventual. Mira, yo intenté que te hicieran el nuevo contrato, ya fijo, que hubieses acabado esta semana y luego habría sido despido improcedente. Te habría quedado algo de finiquito. Pero no he podido hacer nada, y me jode. Eres un chaval que vale mucho, y si hubiesen tardado una semana más en decidir lo de la reforma, seguirías aquí conmigo. Tu compañera sólo lleva dos meses; a ti te tenía ya cariño.

−¿Hoy trabajo? ¿Me pongo el uniforme?

−Realmente, hoy es tu último día de contrato, deberías trabajar. Pero prefiero que me devuelvas la ropa, ya que la traes limpia, y que te vayas a casa, lo asimiles y empieces a buscar ya otro trabajo. Eres joven y locales de estos hay mil, seguro que no tienes problema en encontrar algo. La chapa identificativa te la puedes quedar de recuerdo. Vente el lunes y firmas la baja y las vacaciones, ¿de acuerdo? Lo siento.

El gerente le tendió la mano, y Rubén se la estrechó, sin fuerza.

 

Cuando llegó a casa, Rubén se sentó en el sofá y perdió la cara entre sus manos. No pasaba nada. No cambiaba nada. Su ex jefe tenía razón. Su currículum rezumaba experiencia hostelera, algo le saldría. Tenía dinero ahorrado, el estudio no era tan caro y sus gastos mínimos. Además, en el cajón de los calzoncillos tenía un sobre con la herencia de su abuelo, cinco mil euros, por si realmente venían mal dadas. Entre eso y la cartilla llegaba a fin de año sin problemas. Además, a partir de ese fin de semana esperaba empezar a compartir gastos, aunque fuera en un 70 - 30 %, y esa era una razón para sonreír.

Aquella tarde le pediría a Daniela que se fuese a vivir con él. De todas formas, aunque sólo llevaban saliendo tres meses, casi cuatro noches a la semana ella las pasaba en el estudio de Rubén. Ya tenía allí un cepillo de dientes y un cajón con ropa limpia para ir por la mañana a la facultad. Estaba en el último curso de la Licenciatura de Comunicación Audiovisual, y con sus veinticuatro primaveras había escapado de los nuevos Grados de Bolonia.

Se habían conocido en un bar, y además de los mojitos y las canciones de Amaral, les unió su amor por el cine y por el sexo, algo que aquella misma noche practicaron: dos horas de calor humano compartido mientras ignoraban en la pantalla las peripecias de Irma, la dulce. Nunca había ido a buscarla a la universidad, ni había estado en la puerta de su casa. Sabía que vivía con sus padres, y que tras las clases tenía labores de becaria en la Videoteca de su centro. Videobecaria, se llamaba a sí misma, jugando con la palabra videotecaria y con su tipo de contrato. Siempre quedaban en bares o cines, pero irremediablemente acababan en la cama de Rubén. En Año Nuevo, al cumplir el primer mes juntos, le regaló un juego de llaves y un cepillo de dientes, con una nota: “Ven siempre que quieras”.

Su tercera cita del día era con ella. Le había pedido que a las nueve estuviera en su casa porque quería hacerle una cena especial por ser un día especial, que sólo pasa cada cuatro años. A las siete tenía la segunda cita, la que menos le importaba. Luego haría la compra y volvería para preparar el mayor festín. Entre tanto, pasó la mañana y la tarde limpiando sus treinta y cinco metros cuadrados y leyendo cuentos de Espido Freire.

A las siete menos veinte estaba listo para salir. Tenía cita para ver los resultados de unos análisis de sangre con su médico de cabecera. Se notaba flojo. Sería algo de anemia por la mala dieta, el hierro bajo. Unas pastillas o gotas y un par de domingos volviendo de casa de sus padres con tarteras lo solucionarían.

−Pase, joven. Siéntese.

−Buenas tardes, doctor. ¿Qué han dado los análisis? El hierro bajo, seguro. La otra vez me mandó unas gotas, pero no me fueron muy bien.

−Pues sí, joven, el hierro está bajo. Pero eso no es lo preocupante. Verá, tiene unos niveles muy bajos de trombocitos y altos de leucocitos, plaquetas y glóbulos blancos, para que me entienda, que tiene cara de haberse criado viendo La vida es así.

−¿Y eso que quiere decir? ¿Cómo controlo esas cosas?

−Mire, le voy a ser sincero. Quizá debería haber venido acompañado, porque a veces una tontería esconde algo terrible. No podemos asegurar nada antes de hacerle más pruebas, ni descartarlo. Puede ser una infección, combinada con la anemia. Pero puestos en lo peor… ¿Está seguro de que no quiere que entre nadie con usted?

−Sí. He venido solo.

−Verá, en el peor de los casos, podría ser leucemia. Y estaríamos a tiempo de tratarle. Pero ya le digo que debemos hacer más pruebas.

−Eso es el cáncer de la sangre, ¿verdad? ¿Me voy a morir?

−Sí y no. A ver, está mal llamado cáncer, pues no es de origen tumoral, pero los tratamientos son cercanos. Y en el estadio en que está podemos frenarlo y lograr que haga una vida normal. Lo mejor es que venga mañana a primera hora, y acompañado, y hablamos tranquilamente de las pruebas a realizar.

−Gracias, doctor.

La segunda mano estrechada ese día, y ninguna por una buena razón.

 

Mientras deambulaba por el supermercado, Rubén se centró en lo positivo: hasta que no estén las pruebas, todo es posible. Una infección con antibióticos se pasaría. Le pedirá a su madre que le acompañe, y luego le contará lo del trabajo, y lo de Daniela, conteste esta sí o no, y ojalá sea así. Fideos chinos, pechugas de pavo, vodka, tiramisú. Pavo al vodka con guarnición sabor gamba y postre alcoholizado al café… No era el menú planeado a priori, pero es el que necesita en ese momento, para relajar a Daniela y favorecer el sí, y para calmar sus nervios.

Eran las nueve menos veinte al entrar en el portal. Al girar la llave en su puerta, Rubén notó que no había dada ni una vuelta, y él había cerrado con dos. Quizá Daniela se había adelantado y lo esperaba desnuda en el cama… Pero algo no iba bien, no sabía qué, pero no iba bien. Entró en al cocina, dejó las bolsas y fue al cuarto de baño. Sólo un cepillo de dientes en el vaso. Fue a la habitación. Un cajón de la cómoda, abierto y vacío; un cajón de la mesilla, abierto y revuelto. Rubén temió lo peor. Y encontró la respuesta sobre su almohada, dentro de un sobre: unas llaves y una nota:

<<De todo lo que te he contado estos meses, sólo es verdad que me llamo Daniela y que me gusta el cine. A mis padres los abandoné hoy hace cuatro años, dejándoles además a mi hijo de tres meses con ellos. Estudios… llegué a ser bachiller, pero me quedé embarazada y no pude seguir. Huí de Barcelona y me vine a Madrid intentando ser actriz, y algo de eso he tenido, pues cuatro años he sobrevivido haciendo creer a maduros solventes que los amaba. Apareciste tú y pensé que podía cambiar. Fue una ironía que nuestra primera noche eligieras esa película de Shirley MacLaine. En estos meses he intentado decirte la verdad, pero no fui capaz, al natural me creí poca cosa para ti, con tus planes de trabajo y el colchón de tu familia. Quizás me habrías ayudado, me habrías dado techo y puesto fin a la mentira, pero en todo el día no he dejado de pensar en mi hijo. Los 29 de febrero son fechas inolvidables, imprescindibles, y creo que ha llegado la hora de volver y pedir perdón. El sobre de tu abuelo me ayudará a empezar de nuevo allí. Siento no haber sido capaz de llegar a amarte. Daniela.>>

 

Rubén se derrumbó contra el suelo. Salud, dinero y amor se habían ido de su vida el mismo día, ahora sí, una fecha inolvidable. Nada tenía sentido, todo había caído como un castillo de naipes. Quien no tiene trabajo se apoya en la pareja; si no hay pareja, al menos queda la salud; pero ¿a él qué le quedaba? Fue a la cocina y sacó de la bolsa el vodka. Etiqueta negra, la más alta graduación alcohólica. El vodka hay que tomarlo frío, pero Rubén no notó lo caliente que estaba al caer por su garganta. Él estaba helado por los dos. Además de mala, le quedaba poca sangre

Sólo podía llorar y beber, llorar y beber sentado en su cama. Acabada la botella, la tiró contra la pared, pero falló y le dio a la televisión, que reventó en el momento. Se tumbó en la cama y se fijó en la gruesa argolla de la que colgaba la lámpara. Después se fijó en las gruesas puertas de madera del armario. Pensó en atar una cuerda al armario, pasarla por la argolla y acabar con todo. Fue a la cocina y busco cuerda, pero sólo tenía la de tender y era muy corta. Se fijó en la compra, desparramada por la encimera. Fideos chinos. Los desembrollaría con cuidado y se ahorcaría con ellos. Seguro que lograba uno bien largo para sus objetivos.

Increíblemente, logró atar un extremo del fideo a la puerta del armario, y se subió a la silla para pasarlo por la argolla. El fideo ya se había roto, pero en su delirio no se daba ni cuenta. Cuando intentaba pasar el fideo por el aro, la silla se volcó y quedó colgado de la lámpara, hasta que el yeso no pudo más y el techo se hundió ante tanto peso. Rubén cayó sobre la cama; la lámpara, al suelo. Enfurecido, se dirigió al armario y la emprendió a patadas con él hasta desquiciar la puerta tanto como él lo estaba. Después se tumbó de nuevo en la cama y empezó a llorar, escondido bajo la almohada, hasta que se durmió, y hasta que el sol y el despertador lo trajeron al mundo de los vivos por la mañana.

 

Sentado en el banco, Rubén terminó el repaso de su último día, de su arrebato de impotencia, de su patética iniciativa de morir, y tomó decisiones. La primera, volver a casa y empezar a imprimir currículum para empapelar la ciudad. Si una puerta se cierra… La segunda, llamar a sus padres y contarles sus problemas de salud, y lo de Daniela. Necesita su apoyo, ellos siempre han estado ahí, y ahora más que nunca quiere contar con ellos para que lo guíen. Ojalá algún día pueda devolverles todo lo que han hecho por él. Y tercero, buscar a Daniela. Si tiene un hijo, que sea de los dos. Si quiere un futuro, que lo creen juntos. Si no lo quiere, que se lo diga de viva voz. Que la tercera mala noticia también se la den en persona, y que por siempre ese 29 de febrero sea una fecha inolvidable.

26 oct 2020

Abuela

(Finalista Certamen poético ASISPA 2012)

Fui al colegio de tu mano,
moví ficha en el parchís,
con un erizo cantamos
y algún cuento me aprendí.
 
Las croquetas y lentejas
a tu cargo siempre estaban;
blancas y finas madejas
en pañitos transformabas.
 
Una pierna de metal
hace tiempo te acompaña;
tu memoria, menos mal,
no se te ha hecho una maraña.
 
Cuando tus ojos se cansen
nosotros veremos por ti,
cuando tus piernas no aguanten
nosotros te haremos seguir.
 
Todos vamos para arriba,
crecer del vivir es parte,
y hasta que tu cuerpo diga
siempre vamos a cuidarte.

18 oct 2020

Reunión familiar

 
La Nena, que así la llamaban todos pese a haber cumplido ya los treinta, aparcó delante de la vieja casona familiar. Ya estaba allí la monovolumen de su hermano, cinco años mayor que ella. Este año, en vez de ir juntos, Luis había decidido llevar por primera vez a los mellizos (que le tocaban ese fin de semana según el acuerdo) al festejo. Ambos iban porque le prometieron a su madre que mientras viviera la abuela seguirían la tradición, pero la presencia de sus sobrinos le parecía innecesaria.

La Nena empujó el portón, que nunca se cerraba, y entró en la sala de estar. Luis se peleaba con la chimenea: el frío de noviembre calaba en los huesos. Menos mal que aún no habían llegado las lluvias. Los mellizos, Santiago y Rodrigo, de seis años, veían videos de una cerdita parlante en la tablet. Cosas del azar. Su padre no era tan despistado como para elegir ese entretenimiento concreto aquel día. Su madre surgió de la cocina y la abrazó. Detrás, lentamente, apoyando su menudo cuerpo octogenario en un pesado bastón, apareció su abuela, la responsable de perpetuar este encuentro, diferente a los de los cumpleaños, a los que iba con total agrado. Intercambiaron dos fríos besos en las mejillas. Remedios, la abuela; Remedios, Reme, la hija; Remedios, la Nena, la nieta. Tres generaciones, un nombre, un destino común que rompió la menor a los dieciocho años, cuando siguió los pasos de su hermano a la capital. A él no le pusieron objeciones, de ella se esperaba que se quedara en aquella casa para ayudar y cuidar a sus mayores.

Lo esperaba su abuela. Su madre estaba acostumbrada a salir adelante tras enviudar cuando acababa de cumplir los cuarenta, hacía ya dos décadas. Regresó al hogar materno y se dedicó a limpiar casas, la escuela, a hacer trabajos de costura, de plancha, a cocinar para el bar de la plaza… Gracias a sus dos manos nunca faltó nada imprescindible a la familia, porque si hubieran tenido que vivir de las correspondientes pensiones… A sus descendientes nunca les pidió ayuda, solo que estudiaran, que miraran por su futuro, y así obtuvieron las calificaciones y las becas que los alejarían de ella, por desgracia. Orgullo y tristeza provocados por un mismo logro.

-¿A qué hora vendrán mañana Eladio y don Pedro?

-A las nueve, como siempre-contestó, seca, Remedios.

-¿Quieres salir a ver a Florián? Desde el verano, ¡verás qué cambio! Los niños y tu hermano ya estuvieron con él.

-Sabes que prefiero que no lo llames por ese nombre, aunque todos los años te parezca un bonito homenaje a papá. ¿De verdad os compensan los gastos de alimentación y veterinario? Si ahora en el super hay de todo, todo el año.

-Pero no sabe igual. Todo eso sabe a plástico. Los de ciudad os pensáis que la fruta nace en las bandejas y que las vacas son cuadradas y de cartón.

-Abuela, yo no olvido dónde nací y de dónde sale lo que como. Y en los colegios se lo enseñamos a los niños, aunque no hagamos demostraciones prácticas.

-Tus sobrinos mañana sí que van a aprender.

-Eso temo, que nunca lo vayan a olvidar.

-Bueno, hija,-terció Reme- vamos a dormir. Hazlo por mí. Mañana será un gran día para tu abuela.

-Por supuesto, mamá. Cada vez quedan menos años en los que seguir con esto.


A las ocho y media, la Nena encontró a su madre en la cocina preparando los cubos para la sangre. Luis servía leche caliente en los tazones de desayuno de sus hijos, que miraban absortos otro episodio de la cerdita marisabidilla. “Estos hoy dejan de ver esa serie y de comer jamón...”, pensó la Nena.

-Nena, ve a ayudar a tu abuela a vestirse, que así yo termino de preparar las cosas antes de que lleguen los hombres.

La Remedios más joven abrió la puerta del cuarto de la más mayor, y encontró la habitación en penumbra, aún bajada la persiana. Se acercó a la cama y se sentó en el borde, junto a su abuela. Tocó su hombro para despertarla. Nada. La zarandeó suavemente. Tampoco. Tocó su rostro. Estaba frío.

La Nena corrió fuera del dormitorio. Su madre no pudo pararla cuando la vio cruzar el portón en camino decidido hacia la pocilga. Pero si notó las lágrimas que dejaba caer a su paso. Reme fue a ver a su madre, con la certeza de que habían cambiado totalmente los preparativos que tendría que poner en marcha aquel día.


En la pocilga, la Nena se acuclilló y buscó los ojos de Florián.

-Maldito cerdo, hoy te has librado. No deseaba escuchar tus hirientes chillidos como otros años sufrí los de tus hermanos, pero te desangraría yo misma si así pudiera recuperar a mi abuela, aunque fuera para discutir con ella una última vez.

15 oct 2020

La peña


 -¡Eh, Madrileño! ¡Vamos a saltar!


 Juan había decidido bautizarlo así nada más verlo a través de la ventanilla del autocar, antes de ser recibido por su abuela en la plaza, antes de que Pablo lo presentara en el local donde se encontraban cada día para decidir con qué llenar la mañana o la tarde. Aquel espacio siempre había sido una suerte de cuarto de reunión que primero había pertenecido al tío de Juan y sus amigos, que lo amueblaron con un viejo sofá de piel falsa, una mesa coja con varias sillas dispares, una diana de corcho con dardos afiladísimos, y una pequeña nevera. Después llegaron una sábana para cubrir el sofá que comenzaba a pelarse, una televisión y un aparato de reproducción combo, válido tanto para videos como para deuvedés. El grupo maduró y formó familias, y dio paso a nuevos inquilinos adolescentes. El anterior verano habían tomado posesión formal al instalar una videoconsola, además de comprar entre todos (con financiación familiar, por supuesto) un pequeño horno para hacer pizzas.

Pablo apareció hacia mediados de julio con su primo Miguel, que así se llamaba en realidad, y en la peña ya esperaban Juan, como anfitrión, Andrés, Laura, Rita y Rocío, que ya lo conocía de la ciudad, donde iban juntos al instituto los dos primos y ella. En Madrid había intentado que fueran algo más que amigos, pero el muchacho no parecía muy interesado en ella, ni en ninguna. Había llegado desde Valencia con su madre tras fallecer su padre, y se habían instalado con Pablo y su madre, que también acababa de perder a su marido, en este caso por un divorcio tras una difícil convivencia. Las hermanas se reencontraron para apoyarse en su nueva etapa vital y los primos se vieron obligados a sus quince años a convivir con un total extraño, pese a la sangre compartida.

 

-¡Aquí! ¡Madrileño! ¡¿A que no hay huevos?! – bramó Juan.

 

Sólo se veían en Semana Santa o en los meses de verano, cuando sus padres decidían regresar al pueblo en el que habían nacido los abuelos, o incluso ellos, pero donde conservaban las casas únicamente para pasar las vacaciones, tras convertir parte del terreno de la finca en piscinas y aparcamientos. En realidad, Juan sí vivía en el pueblo todo el año. El resto del grupo vivía en Madrid o Segovia, y tenían otras pandillas, y aunque lo invitaban a pasar fines de semana con ellos, no era muy amigo de las ciudades, aunque no les tuviera miedo ni rencor alguno. Por eso extrañó tanto el apodo impuesto a Miguel por Juan, quien durante la primera semana lo pronunciaba a boca llena, con rabia, recreándose, repasando al otro de arriba abajo con un brillo de malicia en la mirada, como una forma de rechazo hacia el recién llegado, un gesto que lo incomodara y lo hiciese sentir malquerido, que lo alejara de cualquier pretensión de liderar el grupo.

A Miguel le resbalaba cualquier comentario, aunque le habría gustado que aquel chico no pareciera molesto cada vez que se cruzaban sus miradas. Él había ido con su primo a pasar tiempo con su abuela, a la que había tratado poco al vivir en Valencia, y a cualquier plan se adaptaba: una piscina, otra piscina, paseos en bicicleta por empinadas calles o entre árboles, interminables partidas de videojuegos o cartas regadas con calimocho clandestino. Esa buena disposición parecía incomodar aún más a Juan. Las chicas empezaron a pensar que tenía celos de Miguel, del misterio que parecía desprenderse de sus ojos color esmeralda y su melena castaña, de sus gestos suaves y sus palabras amables. Lo cierto era que la novedad llamaba la atención entre los grupos de chicas con los que se cruzaban al ir al quiosco o al bar. Tenían muy vista la piel curtida y el pelo fosco de Juan, y muy sufridos sus bruscos modales. Laura y Rita también parecían interesadas, pero Rocío las puso sobre aviso: no eran su tipo.

La tarde anterior habían decidido ir a pasar el día al río, al recodo donde se embalsaba más agua y se podía nadar. Con toallas, bocadillos y botellas de refrescos en las mochilas, partieron desde el local. Juan seguía observando a hurtadillas a Miguel. Si este se giraba hacia él, desviaba rápidamente sus ojos. En el río, las chicas se tumbaron al sol, Pablo y Andrés las salpicaban. Miguel se sentó en la orilla, y Juan se fue entre los matorrales hacia la cima de una roca que se alzaba unos tres metros sobre el agua, profunda otros tantos en ese punto.

 

-¡Madrileño, hostias! ¡Sube de una vez! – insistía Juan, desesperado, desde lo alto.

 

Miguel, por no seguir escuchando gritos en aquel plácido paraje, decidió ir a ver qué quería el tormento de sus vacaciones. Una vez en la peña, encontró a Juan tembloroso en el borde de la piedra, con la vista clavada en el suelo, sin poder levantar la cabeza hacia él.

-Mira, Madrileño. Sé que he sido un capullo contigo estos días, pero me pone nervioso tenerte cerca a diario. Desde que has venido estoy confuso. Y por lo que dice Rocío, puede que tú sepas el tipo de confusión que siento. No sé cómo afrontarlo. Sólo te pido que, si es verdad, si puedes ayudarme a poner en orden esto que me arde dentro, me sigas hasta ahí abajo, sin miedo, con todas las consecuencias. Por favor.

Se dio la vuelta y se lanzó. Se zambulló en el cauce, llegó al fondo y tomó impulso para volver a la superficie. Empezó a escuchar las voces de sus amigos en la distancia, gritando una palabra: “loco”. No le importaba. Cuando su respiración recuperó su ritmo habitual, buscó a su alrededor. Emergió una cabeza y se abrieron unos profundos ojos verdes a los que Juan dedicó una tímida sonrisa, que creyó ver correspondida en el gesto que adoptaron los finos labios del forastero. Los dos habían saltado.

- Miguel, me gusta que hayas venido este año.


17 jul 2011

Masaje a un fisio en la piscina... (para C.M.)

Tumbado bocabajo junto a mi en la toalla te imagino.
Beso tus pies, planta y empeine, y mis pulgares bailan en ellos buscando tu relax.
Suben mis manos por tus gemelos y muslos notando la suave dureza de tu carne.
En las nalgas cubiertas me detengo, las presiono y anhelo el calor que desprenden.
Entro en tu espalda, cada mano alineada a un lado de tu espina, nunca sobre ella.
Amaso varias veces hasta el omóplato, y mis labios y mi lengua envidian el camino de mis manos por lo que deciden hacer uno propio sobre las leves cimas de tu columna.
En los hombros dudo.
Tú has aprendido a tratar dolencias con tus manos, las mías solo intentan relajar y temo parecer inútil y ridículo.
Amaso, fricciono, estiro, incido en los pliegues y las hendiduras.
Acaricio tu nuca y llego a tu oído, donde tan solo sé decirte...

Empieza a llover. Desapareces. Una pequeña lágrima se une con el húmedo suelo mientras recojo mis cosas.