15 oct 2020

La peña


 -¡Eh, Madrileño! ¡Vamos a saltar!


 Juan había decidido bautizarlo así nada más verlo a través de la ventanilla del autocar, antes de ser recibido por su abuela en la plaza, antes de que Pablo lo presentara en el local donde se encontraban cada día para decidir con qué llenar la mañana o la tarde. Aquel espacio siempre había sido una suerte de cuarto de reunión que primero había pertenecido al tío de Juan y sus amigos, que lo amueblaron con un viejo sofá de piel falsa, una mesa coja con varias sillas dispares, una diana de corcho con dardos afiladísimos, y una pequeña nevera. Después llegaron una sábana para cubrir el sofá que comenzaba a pelarse, una televisión y un aparato de reproducción combo, válido tanto para videos como para deuvedés. El grupo maduró y formó familias, y dio paso a nuevos inquilinos adolescentes. El anterior verano habían tomado posesión formal al instalar una videoconsola, además de comprar entre todos (con financiación familiar, por supuesto) un pequeño horno para hacer pizzas.

Pablo apareció hacia mediados de julio con su primo Miguel, que así se llamaba en realidad, y en la peña ya esperaban Juan, como anfitrión, Andrés, Laura, Rita y Rocío, que ya lo conocía de la ciudad, donde iban juntos al instituto los dos primos y ella. En Madrid había intentado que fueran algo más que amigos, pero el muchacho no parecía muy interesado en ella, ni en ninguna. Había llegado desde Valencia con su madre tras fallecer su padre, y se habían instalado con Pablo y su madre, que también acababa de perder a su marido, en este caso por un divorcio tras una difícil convivencia. Las hermanas se reencontraron para apoyarse en su nueva etapa vital y los primos se vieron obligados a sus quince años a convivir con un total extraño, pese a la sangre compartida.

 

-¡Aquí! ¡Madrileño! ¡¿A que no hay huevos?! – bramó Juan.

 

Sólo se veían en Semana Santa o en los meses de verano, cuando sus padres decidían regresar al pueblo en el que habían nacido los abuelos, o incluso ellos, pero donde conservaban las casas únicamente para pasar las vacaciones, tras convertir parte del terreno de la finca en piscinas y aparcamientos. En realidad, Juan sí vivía en el pueblo todo el año. El resto del grupo vivía en Madrid o Segovia, y tenían otras pandillas, y aunque lo invitaban a pasar fines de semana con ellos, no era muy amigo de las ciudades, aunque no les tuviera miedo ni rencor alguno. Por eso extrañó tanto el apodo impuesto a Miguel por Juan, quien durante la primera semana lo pronunciaba a boca llena, con rabia, recreándose, repasando al otro de arriba abajo con un brillo de malicia en la mirada, como una forma de rechazo hacia el recién llegado, un gesto que lo incomodara y lo hiciese sentir malquerido, que lo alejara de cualquier pretensión de liderar el grupo.

A Miguel le resbalaba cualquier comentario, aunque le habría gustado que aquel chico no pareciera molesto cada vez que se cruzaban sus miradas. Él había ido con su primo a pasar tiempo con su abuela, a la que había tratado poco al vivir en Valencia, y a cualquier plan se adaptaba: una piscina, otra piscina, paseos en bicicleta por empinadas calles o entre árboles, interminables partidas de videojuegos o cartas regadas con calimocho clandestino. Esa buena disposición parecía incomodar aún más a Juan. Las chicas empezaron a pensar que tenía celos de Miguel, del misterio que parecía desprenderse de sus ojos color esmeralda y su melena castaña, de sus gestos suaves y sus palabras amables. Lo cierto era que la novedad llamaba la atención entre los grupos de chicas con los que se cruzaban al ir al quiosco o al bar. Tenían muy vista la piel curtida y el pelo fosco de Juan, y muy sufridos sus bruscos modales. Laura y Rita también parecían interesadas, pero Rocío las puso sobre aviso: no eran su tipo.

La tarde anterior habían decidido ir a pasar el día al río, al recodo donde se embalsaba más agua y se podía nadar. Con toallas, bocadillos y botellas de refrescos en las mochilas, partieron desde el local. Juan seguía observando a hurtadillas a Miguel. Si este se giraba hacia él, desviaba rápidamente sus ojos. En el río, las chicas se tumbaron al sol, Pablo y Andrés las salpicaban. Miguel se sentó en la orilla, y Juan se fue entre los matorrales hacia la cima de una roca que se alzaba unos tres metros sobre el agua, profunda otros tantos en ese punto.

 

-¡Madrileño, hostias! ¡Sube de una vez! – insistía Juan, desesperado, desde lo alto.

 

Miguel, por no seguir escuchando gritos en aquel plácido paraje, decidió ir a ver qué quería el tormento de sus vacaciones. Una vez en la peña, encontró a Juan tembloroso en el borde de la piedra, con la vista clavada en el suelo, sin poder levantar la cabeza hacia él.

-Mira, Madrileño. Sé que he sido un capullo contigo estos días, pero me pone nervioso tenerte cerca a diario. Desde que has venido estoy confuso. Y por lo que dice Rocío, puede que tú sepas el tipo de confusión que siento. No sé cómo afrontarlo. Sólo te pido que, si es verdad, si puedes ayudarme a poner en orden esto que me arde dentro, me sigas hasta ahí abajo, sin miedo, con todas las consecuencias. Por favor.

Se dio la vuelta y se lanzó. Se zambulló en el cauce, llegó al fondo y tomó impulso para volver a la superficie. Empezó a escuchar las voces de sus amigos en la distancia, gritando una palabra: “loco”. No le importaba. Cuando su respiración recuperó su ritmo habitual, buscó a su alrededor. Emergió una cabeza y se abrieron unos profundos ojos verdes a los que Juan dedicó una tímida sonrisa, que creyó ver correspondida en el gesto que adoptaron los finos labios del forastero. Los dos habían saltado.

- Miguel, me gusta que hayas venido este año.


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