-¡Eh, Madrileño! ¡Vamos a saltar!
Pablo apareció hacia
mediados de julio con su primo Miguel, que así se llamaba en realidad, y en la peña
ya esperaban Juan, como anfitrión, Andrés, Laura, Rita y Rocío, que ya lo
conocía de la ciudad, donde iban juntos al instituto los dos primos y ella. En
Madrid había intentado que fueran algo más que amigos, pero el muchacho no
parecía muy interesado en ella, ni en ninguna. Había llegado desde Valencia con
su madre tras fallecer su padre, y se habían instalado con Pablo y su madre,
que también acababa de perder a su marido, en este caso por un divorcio tras
una difícil convivencia. Las hermanas se reencontraron para apoyarse en su nueva
etapa vital y los primos se vieron obligados a sus quince años a convivir con
un total extraño, pese a la sangre compartida.
-¡Aquí! ¡Madrileño! ¡¿A
que no hay huevos?! – bramó Juan.
Sólo se veían en Semana
Santa o en los meses de verano, cuando sus padres decidían regresar al pueblo
en el que habían nacido los abuelos, o incluso ellos, pero donde conservaban
las casas únicamente para pasar las vacaciones, tras convertir parte del terreno
de la finca en piscinas y aparcamientos. En realidad, Juan sí vivía en el
pueblo todo el año. El resto del grupo vivía en Madrid o Segovia, y tenían
otras pandillas, y aunque lo invitaban a pasar fines de semana con ellos, no
era muy amigo de las ciudades, aunque no les tuviera miedo ni rencor alguno.
Por eso extrañó tanto el apodo impuesto a Miguel por Juan, quien durante la
primera semana lo pronunciaba a boca llena, con rabia, recreándose, repasando
al otro de arriba abajo con un brillo de malicia en la mirada, como una forma
de rechazo hacia el recién llegado, un gesto que lo incomodara y lo hiciese
sentir malquerido, que lo alejara de cualquier pretensión de liderar el grupo.
A Miguel le resbalaba
cualquier comentario, aunque le habría gustado que aquel chico no pareciera molesto
cada vez que se cruzaban sus miradas. Él había ido con su primo a pasar tiempo
con su abuela, a la que había tratado poco al vivir en Valencia, y a cualquier
plan se adaptaba: una piscina, otra piscina, paseos en bicicleta por empinadas
calles o entre árboles, interminables partidas de videojuegos o cartas regadas
con calimocho clandestino. Esa buena disposición parecía incomodar aún más a
Juan. Las chicas empezaron a pensar que tenía celos de Miguel, del misterio que
parecía desprenderse de sus ojos color esmeralda y su melena castaña, de sus
gestos suaves y sus palabras amables. Lo cierto era que la novedad llamaba la
atención entre los grupos de chicas con los que se cruzaban al ir al quiosco o
al bar. Tenían muy vista la piel curtida y el pelo fosco de Juan, y muy sufridos
sus bruscos modales. Laura y Rita también parecían interesadas, pero Rocío las
puso sobre aviso: no eran su tipo.
La tarde anterior
habían decidido ir a pasar el día al río, al recodo donde se embalsaba más agua
y se podía nadar. Con toallas, bocadillos y botellas de refrescos en las
mochilas, partieron desde el local. Juan seguía observando a hurtadillas a
Miguel. Si este se giraba hacia él, desviaba rápidamente sus ojos. En el río,
las chicas se tumbaron al sol, Pablo y Andrés las salpicaban. Miguel se sentó
en la orilla, y Juan se fue entre los matorrales hacia la cima de una roca que
se alzaba unos tres metros sobre el agua, profunda otros tantos en ese punto.
-¡Madrileño, hostias! ¡Sube
de una vez! – insistía Juan, desesperado, desde lo alto.
Miguel, por no seguir escuchando
gritos en aquel plácido paraje, decidió ir a ver qué quería el tormento de sus
vacaciones. Una vez en la peña, encontró a Juan tembloroso en el borde de la
piedra, con la vista clavada en el suelo, sin poder levantar la cabeza hacia él.
-Mira, Madrileño. Sé que
he sido un capullo contigo estos días, pero me pone nervioso tenerte cerca a
diario. Desde que has venido estoy confuso. Y por lo que dice Rocío, puede que
tú sepas el tipo de confusión que siento. No sé cómo afrontarlo. Sólo te pido
que, si es verdad, si puedes ayudarme a poner en orden esto que me arde dentro,
me sigas hasta ahí abajo, sin miedo, con todas las consecuencias. Por favor.
Se dio la vuelta y se
lanzó. Se zambulló en el cauce, llegó al fondo y tomó impulso para volver a la
superficie. Empezó a escuchar las voces de sus amigos en la distancia, gritando
una palabra: “loco”. No le importaba. Cuando su respiración recuperó su ritmo
habitual, buscó a su alrededor. Emergió una cabeza y se abrieron unos profundos
ojos verdes a los que Juan dedicó una tímida sonrisa, que creyó ver correspondida
en el gesto que adoptaron los finos labios del forastero. Los dos habían
saltado.
-
Miguel, me gusta que hayas venido este año.
No hay comentarios:
Publicar un comentario