26 oct 2020

Abuela

(Finalista Certamen poético ASISPA 2012)

Fui al colegio de tu mano,
moví ficha en el parchís,
con un erizo cantamos
y algún cuento me aprendí.
 
Las croquetas y lentejas
a tu cargo siempre estaban;
blancas y finas madejas
en pañitos transformabas.
 
Una pierna de metal
hace tiempo te acompaña;
tu memoria, menos mal,
no se te ha hecho una maraña.
 
Cuando tus ojos se cansen
nosotros veremos por ti,
cuando tus piernas no aguanten
nosotros te haremos seguir.
 
Todos vamos para arriba,
crecer del vivir es parte,
y hasta que tu cuerpo diga
siempre vamos a cuidarte.

18 oct 2020

Reunión familiar

 
La Nena, que así la llamaban todos pese a haber cumplido ya los treinta, aparcó delante de la vieja casona familiar. Ya estaba allí la monovolumen de su hermano, cinco años mayor que ella. Este año, en vez de ir juntos, Luis había decidido llevar por primera vez a los mellizos (que le tocaban ese fin de semana según el acuerdo) al festejo. Ambos iban porque le prometieron a su madre que mientras viviera la abuela seguirían la tradición, pero la presencia de sus sobrinos le parecía innecesaria.

La Nena empujó el portón, que nunca se cerraba, y entró en la sala de estar. Luis se peleaba con la chimenea: el frío de noviembre calaba en los huesos. Menos mal que aún no habían llegado las lluvias. Los mellizos, Santiago y Rodrigo, de seis años, veían videos de una cerdita parlante en la tablet. Cosas del azar. Su padre no era tan despistado como para elegir ese entretenimiento concreto aquel día. Su madre surgió de la cocina y la abrazó. Detrás, lentamente, apoyando su menudo cuerpo octogenario en un pesado bastón, apareció su abuela, la responsable de perpetuar este encuentro, diferente a los de los cumpleaños, a los que iba con total agrado. Intercambiaron dos fríos besos en las mejillas. Remedios, la abuela; Remedios, Reme, la hija; Remedios, la Nena, la nieta. Tres generaciones, un nombre, un destino común que rompió la menor a los dieciocho años, cuando siguió los pasos de su hermano a la capital. A él no le pusieron objeciones, de ella se esperaba que se quedara en aquella casa para ayudar y cuidar a sus mayores.

Lo esperaba su abuela. Su madre estaba acostumbrada a salir adelante tras enviudar cuando acababa de cumplir los cuarenta, hacía ya dos décadas. Regresó al hogar materno y se dedicó a limpiar casas, la escuela, a hacer trabajos de costura, de plancha, a cocinar para el bar de la plaza… Gracias a sus dos manos nunca faltó nada imprescindible a la familia, porque si hubieran tenido que vivir de las correspondientes pensiones… A sus descendientes nunca les pidió ayuda, solo que estudiaran, que miraran por su futuro, y así obtuvieron las calificaciones y las becas que los alejarían de ella, por desgracia. Orgullo y tristeza provocados por un mismo logro.

-¿A qué hora vendrán mañana Eladio y don Pedro?

-A las nueve, como siempre-contestó, seca, Remedios.

-¿Quieres salir a ver a Florián? Desde el verano, ¡verás qué cambio! Los niños y tu hermano ya estuvieron con él.

-Sabes que prefiero que no lo llames por ese nombre, aunque todos los años te parezca un bonito homenaje a papá. ¿De verdad os compensan los gastos de alimentación y veterinario? Si ahora en el super hay de todo, todo el año.

-Pero no sabe igual. Todo eso sabe a plástico. Los de ciudad os pensáis que la fruta nace en las bandejas y que las vacas son cuadradas y de cartón.

-Abuela, yo no olvido dónde nací y de dónde sale lo que como. Y en los colegios se lo enseñamos a los niños, aunque no hagamos demostraciones prácticas.

-Tus sobrinos mañana sí que van a aprender.

-Eso temo, que nunca lo vayan a olvidar.

-Bueno, hija,-terció Reme- vamos a dormir. Hazlo por mí. Mañana será un gran día para tu abuela.

-Por supuesto, mamá. Cada vez quedan menos años en los que seguir con esto.


A las ocho y media, la Nena encontró a su madre en la cocina preparando los cubos para la sangre. Luis servía leche caliente en los tazones de desayuno de sus hijos, que miraban absortos otro episodio de la cerdita marisabidilla. “Estos hoy dejan de ver esa serie y de comer jamón...”, pensó la Nena.

-Nena, ve a ayudar a tu abuela a vestirse, que así yo termino de preparar las cosas antes de que lleguen los hombres.

La Remedios más joven abrió la puerta del cuarto de la más mayor, y encontró la habitación en penumbra, aún bajada la persiana. Se acercó a la cama y se sentó en el borde, junto a su abuela. Tocó su hombro para despertarla. Nada. La zarandeó suavemente. Tampoco. Tocó su rostro. Estaba frío.

La Nena corrió fuera del dormitorio. Su madre no pudo pararla cuando la vio cruzar el portón en camino decidido hacia la pocilga. Pero si notó las lágrimas que dejaba caer a su paso. Reme fue a ver a su madre, con la certeza de que habían cambiado totalmente los preparativos que tendría que poner en marcha aquel día.


En la pocilga, la Nena se acuclilló y buscó los ojos de Florián.

-Maldito cerdo, hoy te has librado. No deseaba escuchar tus hirientes chillidos como otros años sufrí los de tus hermanos, pero te desangraría yo misma si así pudiera recuperar a mi abuela, aunque fuera para discutir con ella una última vez.

15 oct 2020

La peña


 -¡Eh, Madrileño! ¡Vamos a saltar!


 Juan había decidido bautizarlo así nada más verlo a través de la ventanilla del autocar, antes de ser recibido por su abuela en la plaza, antes de que Pablo lo presentara en el local donde se encontraban cada día para decidir con qué llenar la mañana o la tarde. Aquel espacio siempre había sido una suerte de cuarto de reunión que primero había pertenecido al tío de Juan y sus amigos, que lo amueblaron con un viejo sofá de piel falsa, una mesa coja con varias sillas dispares, una diana de corcho con dardos afiladísimos, y una pequeña nevera. Después llegaron una sábana para cubrir el sofá que comenzaba a pelarse, una televisión y un aparato de reproducción combo, válido tanto para videos como para deuvedés. El grupo maduró y formó familias, y dio paso a nuevos inquilinos adolescentes. El anterior verano habían tomado posesión formal al instalar una videoconsola, además de comprar entre todos (con financiación familiar, por supuesto) un pequeño horno para hacer pizzas.

Pablo apareció hacia mediados de julio con su primo Miguel, que así se llamaba en realidad, y en la peña ya esperaban Juan, como anfitrión, Andrés, Laura, Rita y Rocío, que ya lo conocía de la ciudad, donde iban juntos al instituto los dos primos y ella. En Madrid había intentado que fueran algo más que amigos, pero el muchacho no parecía muy interesado en ella, ni en ninguna. Había llegado desde Valencia con su madre tras fallecer su padre, y se habían instalado con Pablo y su madre, que también acababa de perder a su marido, en este caso por un divorcio tras una difícil convivencia. Las hermanas se reencontraron para apoyarse en su nueva etapa vital y los primos se vieron obligados a sus quince años a convivir con un total extraño, pese a la sangre compartida.

 

-¡Aquí! ¡Madrileño! ¡¿A que no hay huevos?! – bramó Juan.

 

Sólo se veían en Semana Santa o en los meses de verano, cuando sus padres decidían regresar al pueblo en el que habían nacido los abuelos, o incluso ellos, pero donde conservaban las casas únicamente para pasar las vacaciones, tras convertir parte del terreno de la finca en piscinas y aparcamientos. En realidad, Juan sí vivía en el pueblo todo el año. El resto del grupo vivía en Madrid o Segovia, y tenían otras pandillas, y aunque lo invitaban a pasar fines de semana con ellos, no era muy amigo de las ciudades, aunque no les tuviera miedo ni rencor alguno. Por eso extrañó tanto el apodo impuesto a Miguel por Juan, quien durante la primera semana lo pronunciaba a boca llena, con rabia, recreándose, repasando al otro de arriba abajo con un brillo de malicia en la mirada, como una forma de rechazo hacia el recién llegado, un gesto que lo incomodara y lo hiciese sentir malquerido, que lo alejara de cualquier pretensión de liderar el grupo.

A Miguel le resbalaba cualquier comentario, aunque le habría gustado que aquel chico no pareciera molesto cada vez que se cruzaban sus miradas. Él había ido con su primo a pasar tiempo con su abuela, a la que había tratado poco al vivir en Valencia, y a cualquier plan se adaptaba: una piscina, otra piscina, paseos en bicicleta por empinadas calles o entre árboles, interminables partidas de videojuegos o cartas regadas con calimocho clandestino. Esa buena disposición parecía incomodar aún más a Juan. Las chicas empezaron a pensar que tenía celos de Miguel, del misterio que parecía desprenderse de sus ojos color esmeralda y su melena castaña, de sus gestos suaves y sus palabras amables. Lo cierto era que la novedad llamaba la atención entre los grupos de chicas con los que se cruzaban al ir al quiosco o al bar. Tenían muy vista la piel curtida y el pelo fosco de Juan, y muy sufridos sus bruscos modales. Laura y Rita también parecían interesadas, pero Rocío las puso sobre aviso: no eran su tipo.

La tarde anterior habían decidido ir a pasar el día al río, al recodo donde se embalsaba más agua y se podía nadar. Con toallas, bocadillos y botellas de refrescos en las mochilas, partieron desde el local. Juan seguía observando a hurtadillas a Miguel. Si este se giraba hacia él, desviaba rápidamente sus ojos. En el río, las chicas se tumbaron al sol, Pablo y Andrés las salpicaban. Miguel se sentó en la orilla, y Juan se fue entre los matorrales hacia la cima de una roca que se alzaba unos tres metros sobre el agua, profunda otros tantos en ese punto.

 

-¡Madrileño, hostias! ¡Sube de una vez! – insistía Juan, desesperado, desde lo alto.

 

Miguel, por no seguir escuchando gritos en aquel plácido paraje, decidió ir a ver qué quería el tormento de sus vacaciones. Una vez en la peña, encontró a Juan tembloroso en el borde de la piedra, con la vista clavada en el suelo, sin poder levantar la cabeza hacia él.

-Mira, Madrileño. Sé que he sido un capullo contigo estos días, pero me pone nervioso tenerte cerca a diario. Desde que has venido estoy confuso. Y por lo que dice Rocío, puede que tú sepas el tipo de confusión que siento. No sé cómo afrontarlo. Sólo te pido que, si es verdad, si puedes ayudarme a poner en orden esto que me arde dentro, me sigas hasta ahí abajo, sin miedo, con todas las consecuencias. Por favor.

Se dio la vuelta y se lanzó. Se zambulló en el cauce, llegó al fondo y tomó impulso para volver a la superficie. Empezó a escuchar las voces de sus amigos en la distancia, gritando una palabra: “loco”. No le importaba. Cuando su respiración recuperó su ritmo habitual, buscó a su alrededor. Emergió una cabeza y se abrieron unos profundos ojos verdes a los que Juan dedicó una tímida sonrisa, que creyó ver correspondida en el gesto que adoptaron los finos labios del forastero. Los dos habían saltado.

- Miguel, me gusta que hayas venido este año.