Una naranja rueda por la
ligera pendiente de su caja, pasa sobre las manzanas recién colocadas y va a
dar contra el suelo. Encarna detiene su camino con el pie mientras sigue
colocando el muestrario al frente del puesto. Los pasillos permanecen
silenciosos, aún es temprano, apenas las diez.
Últimamente el silencio es
una constante en el ambiente. Los clientes hacen fila distantes, sin hablar
hasta el momento de pedir, excepto tímidos “¿El último?” o “¿Quién da la vez?”,
para evitar lanzar al aire respiraciones sospechosas. Los vecinos más mayores
vienen sólo una o dos veces por semana y marchan arrastrando o empujando su
carro lleno, en vez de pasar de paseo a diario a coger los alimentos para ese
mismo día. No hay algarabía, sino nervios, aprensión, incluso miedo.
El ruido seco de sendas
hachas resuena desde ambos laterales de la galería. Carlos amputa la cabeza de
una pescadilla que hará rodajas para la señora María, que siempre madruga para
bajar a la calle, pese a su avanzada edad y al cuarto piso sin ascensor en el
que mora. En el otro extremo, Juan prepara también pedido para ella: parte en
tres partes cuatro alas de pollo, luego fileteará una pechuga. María es de las
pocas que aún pasa a comprar día sí, día no, aunque por su edad le repiten que
no debe pasearse innecesariamente. No tiene hijos, ni sobrinos, y no quiere
hacer los pedidos por teléfono y que se los lleven por la tarde, como han hecho
durante todo el mes con otros habituales.
Del supermercado llegan las
quejas de la cajera hacia un hombre que sólo ha cogido un frasco de acelgas. Le
insiste en que debe acudir a hacer compras más grandes y no poner en riesgo ni
a él mismo ni al personal del local. Un metro por detrás, un chico respira
nervioso tras una mascarilla confeccionada con una pieza de algodón sacada de
una camiseta, doblada en cuatro capas, y dos gomas elásticas. Es el primer día
que la utiliza, se ha animado después de cruzarse cada vez más con ellas sobre
otros rostros. En su carro lleva una caja de leche, botellas, arroz, legumbres,
galletas, yogures, pan (mucho pan, para congelar e ir sacando)… Ahora recorrerá
los puestos y cargará pollo, carne, verdura, fruta, y luego al estanco. Es
lunes, no volverá a salir hasta el jueves para repetir la misma compra en el supermercado
e ir creando despensa. A su padres no quiere dejarlos salir a la calle. Menos
mal que tienen terraza para estirar las piernas…
Encarna le dice a Luis, su
marido, que va a pedirle cambio a Carlos, pero en realidad quiere saber cómo se
adapta su suegra tras traerla desde su casa de la sierra donde vivía sola, cómo
lleva la niña las clases por ordenador, y cómo su mujer tener tanta compañía en
el piso de repente. Mientras conversan, Juan llega a la carrera.
-¿Os habéis enterado ya por qué no abrió el sábado
ni ha abierto hoy Gabriel?
Sorprendidos, los tres miran hacia mi puesto, con el cierre metálico bajado, con un jamón y un queso grafiteados, y les devuelvo la mirada y una sonrisa que no pueden ver, porque tras un fin de semana que comenzó con una ligera fiebre al cerrar el viernes y terminó esta madrugada viendo la angustia y la impotencia en la cara de las enfermeras, ahora no soy más que el fantasma del mercado, aunque el peor fantasma que acecha en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en todas partes, se llama incertidumbre.
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