30 nov 2020

Un momento de abril

 
  Una naranja rueda por la ligera pendiente de su caja, pasa sobre las manzanas recién colocadas y va a dar contra el suelo. Encarna detiene su camino con el pie mientras sigue colocando el muestrario al frente del puesto. Los pasillos permanecen silenciosos, aún es temprano, apenas las diez.


  Últimamente el silencio es una constante en el ambiente. Los clientes hacen fila distantes, sin hablar hasta el momento de pedir, excepto tímidos “¿El último?” o “¿Quién da la vez?”, para evitar lanzar al aire respiraciones sospechosas. Los vecinos más mayores vienen sólo una o dos veces por semana y marchan arrastrando o empujando su carro lleno, en vez de pasar de paseo a diario a coger los alimentos para ese mismo día. No hay algarabía, sino nervios, aprensión, incluso miedo.


  El ruido seco de sendas hachas resuena desde ambos laterales de la galería. Carlos amputa la cabeza de una pescadilla que hará rodajas para la señora María, que siempre madruga para bajar a la calle, pese a su avanzada edad y al cuarto piso sin ascensor en el que mora. En el otro extremo, Juan prepara también pedido para ella: parte en tres partes cuatro alas de pollo, luego fileteará una pechuga. María es de las pocas que aún pasa a comprar día sí, día no, aunque por su edad le repiten que no debe pasearse innecesariamente. No tiene hijos, ni sobrinos, y no quiere hacer los pedidos por teléfono y que se los lleven por la tarde, como han hecho durante todo el mes con otros habituales.


  Del supermercado llegan las quejas de la cajera hacia un hombre que sólo ha cogido un frasco de acelgas. Le insiste en que debe acudir a hacer compras más grandes y no poner en riesgo ni a él mismo ni al personal del local. Un metro por detrás, un chico respira nervioso tras una mascarilla confeccionada con una pieza de algodón sacada de una camiseta, doblada en cuatro capas, y dos gomas elásticas. Es el primer día que la utiliza, se ha animado después de cruzarse cada vez más con ellas sobre otros rostros. En su carro lleva una caja de leche, botellas, arroz, legumbres, galletas, yogures, pan (mucho pan, para congelar e ir sacando)… Ahora recorrerá los puestos y cargará pollo, carne, verdura, fruta, y luego al estanco. Es lunes, no volverá a salir hasta el jueves para repetir la misma compra en el supermercado e ir creando despensa. A su padres no quiere dejarlos salir a la calle. Menos mal que tienen terraza para estirar las piernas…


  Encarna le dice a Luis, su marido, que va a pedirle cambio a Carlos, pero en realidad quiere saber cómo se adapta su suegra tras traerla desde su casa de la sierra donde vivía sola, cómo lleva la niña las clases por ordenador, y cómo su mujer tener tanta compañía en el piso de repente. Mientras conversan, Juan llega a la carrera.


-¿Os habéis enterado ya por qué no abrió el sábado ni ha abierto hoy Gabriel?


  Sorprendidos, los tres miran hacia mi puesto, con el cierre metálico bajado, con un jamón y un queso grafiteados, y les devuelvo la mirada y una sonrisa que no pueden ver, porque tras un fin de semana  que comenzó con una ligera fiebre al cerrar el viernes y terminó esta madrugada viendo la angustia y la impotencia en la cara de las enfermeras, ahora no soy más que el fantasma del mercado, aunque el peor fantasma que acecha en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en todas partes, se llama incertidumbre.

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